
"¿Qué ves?, dímelo”. Ese conjunto de palabras, volando como mariposa, con un aire cálido, suave, imperceptible (casi) dadas las condiciones de cercanía al mar. Hablé con las manos en tu espalda, nuestro juego favorito. Con un dedo lubricado de ti, pues hacía las veces de tinta tu jugo, escribía en la espalda interminable, el folio eterno. Te escribía poesía en las tardes, pero aquella vez, pura lujuria. “Es una cicatriz viva. Los pliegues son ostentosos, en una boca enorme sin sangre, oscuros igual que una ostra. Al abrirse es la vida clara. En un principio la carne es rosa, lisa, lustrosa... pero cuando la lujuria la posee, lubrica con una sangre transparente y viscosa. Se abre en pétalos, nos enseña el interior que empieza a ruborizarse, se va tornando rojo: atardece. Separas por completo las piernas y aparece la perla rosa, el pistilo de la flor rodeada de musgo negro creciendo apenas; los labios se cierran pero no logran ocultar el canal de carne derretida; la boca que no habla pide por mí”. Con el dedo anular recogía una nueva carga de tinta, lentamente, solazándome con la consistencia de molusco fresco, apretabas las piernas y tomándome de la muñeca, lo insertabas hasta sentir los nudillos lastimándote los músculos. “Dentro es caliente, pareces de magma nueva. Y lubrica, moja mucho. Se acaban los nombres técnicos: vagina, vulva, clítoris, labios mayores, menores, monte de Venus... a esa maravilla que mana entre tus piernas le pondremos ciento veintidós nombres empezando por...”
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