Se deletreaba: hache, e, uve, a. Veintidós inviernos. El pelo lacio, rojo, le llegaba a los hombros. Tenía la piel tersa y blanca, uniforme y cálida; los labios gruesos y vibrantes, quizá era un pequeño tic nervioso: de verdad vibraban, parecía siempre a punto de empezar una aria o soneto; la cintura frágil y los sueños prolongados.
Nos reuníamos en su cuarto los jueves a las seis de la tarde. Los jueves eran sus días de descanso y mientras ella bebía un ron barato con refresco de cola, yo tomaba un jugo con envase de cartón de una marca que ahora ya no existe en el mercado. La escuchaba pasmado. Siempre toqué aunque Heva me decía que no era necesario: Tú eres el único hombre que tiene todas mis ventanas abiertas, pasa nomás. Contaba de su papá, de mamá, del hermano manipulador. Sus historias eran tristísimas, procuraba, en tanto la escuchaba, hacer mariposas o palomas con hojas de su agenda. Luego se las daba, a veces reía al mirarlas, otras las agarraba sin prestarles ninguna atención y una lágrima pendía en sus largas pestañas. Largas y cubiertas de una espesa capa de rímel azul. Los inicios siempre eran alegres, contaba de su buena niñez y los juegos infantiles, nunca exentos de las crueldades de su hermano; ella me enseñó a odiarlo secretamente; luego contaba de su papá, de la adoración, de la admiración por él, y apenas algunas pequeñas recriminaciones por no haberlas dejado protegidas Entonces señalaba una muñeca: Es lo único que conservo de él, tenía una camisa rayada con su perfume, pero alguien me la robó de acá ¡Méndigos! Tú nunca seas ladrón porque nunca sabrás cuándo lo que robas es una ilusión. Y apretaba mi nariz con dos dedos.
Nuestro encuentro no fue casual, vivíamos en la misma vecindad. Casi ninguna mujer le hablaba, los hombres sí, siempre y cuando no fueran con su mujer, en esos casos miraban al suelo hasta que ella pasaba de largo. Heva también lo comprendía. Un veinticinco de septiembre se le rompió la bolsa y sus compras rodaron por el patio. El silencio se hizo total. Ocho hombres y dos mujeres impávidos ante ese cuadro surrealista: Heva con pantalón ajustado de licra impresa en cuadros violetas, blusa holgada negra sujeta a la cintura por un cinturón de charol amarillo, zapatos haciendo juego, y empinada tratando de cultivar del cemento jitomates, cebollas, limones y perejil. Yo lo hice sin pensar, ayudé con la colecta. Como la bolsa estaba rota tuve que entrar a poner mi cosecha sobre la mesa, directo, ante todas las miradas envidiosas. Me ofreció un refresco después de darme las gracias, salí corriendo. Los días que siguieron siempre me buscaba en mi ventana para lanzarme una mirada y besos dibujados en el viento, debo decir que todos dieron en el blanco. Semanas después del incidente ya sabía yo que debía ir a su cuarto los jueves, a las seis, entrar con cuidado por su ventana que daba al pasillo de los lavaderos sin que nadie me viera, y salir del mismo modo en que entré apenas ella quedara inconsciente, o dormida, daba igual.
Octubre tuvo cuatro días y todos jueves. La vergüenza de las primeras citas frente a ella conseguía en mí un efecto anestésico, apenas bebía de mi vaso de refresco mientras ella decía cosas de mi boca, de mis ojos, del torso ancho, del futuro en que yo me volvería un buen semental. Yo sin entender mucho dejaba que aquella pitonisa hablara del porvenir. A mediados de noviembre, con la botella de ron a la mitad, llorando suavecito, recargada en la pared dándome la espalda, habló. Soy puta cabrón, a eso me dedico, cojo por dinero. Pero cobro caro. Ando ahorrando para salirme de acá, ayudarle a mamá. Tan vieja, tan perra y tan jodida. Soy puta… pero a ti, niño bonito, te lo voy a hacer gratis, va a ser con cuidado. No me vas a olvidar nunca. Esta puta va a quererte mucho. Dijo algo más que no escuché. De un salto salí de ahí. Excitado, pero triste porque mi familia jamás la iba a aceptar.
La semana siguiente no fui y la otra tampoco.
Una tarde, tras el cristal de su puerta había un letrero carmín: Los jueves no son eternos. Comprendí todo y muy apenado regresé a la hora de siempre al deporte favorito de Salto por la ventana. Ella estaba ahí. Esgrimió disculpas con lágrimas trémulas apenas contenidas, descubrí que el culpable de la situación era yo, la abracé y… por primera vez nos dedicamos a llorar, hasta las diez de la noche. Heva lloraba por ella misma y yo también. Acordamos que siempre la pasaríamos bien, pero el último jueves de mes íbamos a llorar hasta hartarnos.
Yo bebía un poco de refresco pero después que ella supo lo que me gustaba, puro jugo, vasos de jugo, ella agotaba las reservas nacionales de ron blanco. Los días buenos, entre trago y trago, se quitaba la blusa y desabrochaba el botón de su pantalón; recostada en un sillón o en la cama, yo dibujaba esa forma caprichosa que hacen la parte baja de los senos y la línea superior del resorte del calzón, digamos un corsé de piel. Suave, caliente, olorosa piel. Ella, borrachísima, yo: haciendo malabares para no caer del delgado hilo que era esa cuerda floja de la tentación. Alguna vez la bañé y alguna otra ella a mí, pero esa es otra historia; la verdadera, la que vale, la buena, es la de Los días de llorar.
¡Qué triste estoy! Yo también. No, no me entiendes, tú estudias, estás bien chamaco, pero yo… Pero es que eres muy bonita y buena ¡Puta cabrón, puta! Es lo que soy y no se puede hacer nada más. Heva, pero sí eres bien bonita ¿No entiendes? C o j o por dinero ¡Por dinero! Bueno… no tan buena, pero bien bonita sí ¡Te quiero mucho! Pero no puedo casarme contigo porque estás bien chiquito y porque yo abro las piernas y… ¡No lo digas! No me gusta escuchar eso… no sé por qué pero lastima y cuando dices puta también siento bien feo y cuando recuerdo que todos te dicen así pues siento peor…
Decíamos esas cosas, suaves, casi murmuradas. Cuando el alcohol se iba agotando, y el jugo, la voz subía de intensidad poco a poco hasta convertirse en gritos sin sentido. Hincados frente a frente, veíamos quien gritaba más fuerte; mis ojos enrojecidos, los de ella derritiéndose en pintura azul marino profundo. Algunos sugerían que ella era bruja porque algunas noches se escuchaban alaridos, tan fuertes, que atravesaban los gruesos muros de aquella vieja vecindad. El único espíritu existente era el que resucitaba cada jueves, bajo su manto sagrado, bajo el cielo raso que siempre amenazó con aplastarnos. No recuerdo uno de Los días de llorar que no terminara con un prolongado beso en la boca y una sonrisa. Imposible explicar, intentaré. La sonrisa, antes de saltar por la ventana y después del beso, era algo cansado pues estábamos agotados de gritar, de pegar en los cojines, en el sofá, en el colchón de la cama. Una sonrisa de medio lado, cómica, ella totalmente escurrida, con los ojos hinchados; de la mía prefiero no hablar, seguramente lo haría mal pues nunca me vi. Hay una escena tangible: yo pasando de largo en el comedor familiar, murmurando apenas uno de mis frecuentes dolores de cabeza y tapándome los ojos para que nadie viera que había llorado. Los besos, los besos. Desesperados. Últimos. Primeros. Sensuales. Desesperanzados. Pastosos. Apretados. Salvajes. Afligidos. Obscenos ¿Has besado a alguien después que ambos terminaron de llorar? La saliva es dura, no exactamente saliva, es una mezcla rara de saliva y mocos, dura, pero increíblemente feliz.
En las otras tres o cuatro citas del mes, pues a veces hay meses largos, todo era color y fiesta. Tenía mucha ropa interior pero no recuerdo forma ni textura de ninguna, además de que siempre usaba algo diferente mi atención se prendaba de su cuerpo y rostro. En algunos sueños yo me derretía como jabón sobre sus hombros, resbalaba, resbalaba, hacía curvas cerradas mientras bajaba, por delante, por atrás. Serpenteando entraba en lugares profanos, navegaba por el útero (antes pasaba por otros lados, ja), alcanzaba las trompas de Falopio, las tripas y siguiendo para arriba podía aferrarme a su corazón. Despertaba rogando que fuera jueves.
Presentí que el día era bueno. El sol era grande en el cielo. Las vacaciones empezaban y durarían dos meses. Yo crecía a tramos tan grandes como mi deseo de amarla completa. El patio sin gente. Ella esperando por mí. Avancé a grandes pasos.
La ventana estaba cerrada.
Un letrero en carmín impreso en el vidrio: Los jueves no son eternos.
Heva se equivocó, sigo guardando uno por mes para llorar por ella.
México, D. F., abril del 2009.
México, D. F., abril del 2009.
2 comentarios:
"A veces no nos dan a escoger entre las lágrimas y la risa, sino sólo entre las lágrimas, y entonces hay que saberse decidir por las más hermosas." Lo dijo Maurice Maeterlinck, un escritor belga.
Yo creo que deberían de declarar un “Día internacional de las lágrimas” y que, a ser posible, todos supiéramos escoger siempre las más bellas para celebrarlo, aunque fueran también las más tristes.
Es un relato precioso. Felicidades.
Querido amigo;
Lamento perder tu participación en mi foro, aunque me quedé alertada por tu despedida.
Espero que además de sentirte y estar bien, no hayas tenido algún problema con nadie de allá, ya te digo que me quedé alertada.
Un fuerte abrazo.
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