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noviembre 22, 2011

Peregrinar, viajar, ir al pasado.

Tus fotografías viejas, de color carcomido y de bordes despintados, las que te retratan (estatua de alabastro, piel de leche), son un lugar secreto. Rotura de tiempo de donde escurre la ambrosía, goteo lento y substancioso, generador de ondas en un suelo vibrante vuelto espiral interminable que respira. Desde el fondo te observo. Te espero con la espalda apoyada en una oscuridad sólida, al final de ese túnel brillas tú, y sonríes con esos labios de fruta negra. Hipnotizas con movimientos de estelas suaves, haces ventiscas de anhelos con las pestañas.
Soy el voyeur de imposibles. Te ansío sin querer que vengas a este tiempo. Hace mucho que dejé de estar.







Modelo: Verónica Peregrina
Fotos y texto: Éric Marváz

febrero 09, 2010

Intentando...





Bajo tu sábana el lago del deseo crea constelaciones acuáticas.

El motivo de mis devaneos es poner letras en el folio vacío; la esperanza son tus ojos a través de la persiana entreabierta de estas líneas. Observas mis movimientos noctámbulos en tanto te haces la idea de qué parábolas hicieron estas manos, o cómo del aletear de mis labios calando el cigarro, o sobre el pálpito de mi torso tratando de hallarte.

Duermes y se me hace de pésimo gusto colarme en tu lecho para poner mi piel tibia a tu lado, un atropello a la sutil respiración que te domina, una falta de respeto a los sueños que, quizá, he ocupado un poco.

Viaja la palabra contemplación desde mis dedos; hurgándote los senos que venero, besándote las comisuras del sexo, acariciándote el calor que me llama quedo: paulatino pero incesante.






Marváz



febrero 03, 2010

Nomás una lluviecita


2 para las 9



Ya el despertar se antojaba difícil.



1.- No todo está tan mal, el agua templada disuelve un poco el frío de esta mañana, recuerdo una carta del naipe



2.- Los relojes digitales del metro nos vuelven un tanto animales, desde mi trinchera de empleado que puede manejar sus horarios, veo cómo se golpean por un lugar. Al tercer tren ocupo el espacio de un tipo con bocinas en la espalda que acaba de salir. Aún tengo una carta roja



3.- Voy caminando bajo una lluvia recta, recta y constante, constante y ruda, voy mojándome. Cuido que no se escurra la suerte del naipe



4.- Llego al trabajo y calculo las posibilidades, todos somos iguales, cortados con la misma tijera de la indiferencia. Acuáticos, acuosos, aceitosos; nunca por completo. Eso es verdad, mediocres en nuestra propia área de trabajo. Miro alrededor y sí, también mis contornos son del mismo filo. Por pura suerte no hay un corazón recortado



5.- La lluvia no cesa, miro por el ventanal, me siento triste. La lluvia me gusta, los presagios no, auguro tiempos duros. Por allá, en la agenda telefónica de mi memoria, brilla una lucecita, no la gastaré, aún es muy pronto para bajar esa carta a la mesa



6.- Voy por el auto, el mecánico dice que ya no sabe qué hacerle. Prendo la radio para no escuchar el motor desvencijado; maldición, noticias, puras malas noticias. El policía del eje vial mira con deseo a una mujer y susurra improperios, qué lástima llevar prisa, qué lástima. Tengo que esquivar los cráteres de la ciudad, alguien que funge de servidor público no hace su trabajo, casi nadie que hace de servidor público hace su trabajo, por eso tengo que jugar al piloto de fórmula uno, esquivando baches, puestos callejeros, montones de basura. Soy un mediocre, un conformista: nada hago; decir que soy igual que todos, que nadie hace nada, no me consuela. Tengo la sensación de estar tendido en la lona sin posibilidad de conteo de protección. La ciudad más poblada del mundo se desmorona, estamos entre delicuentes y traidores a la patria, pobres de los pobres. Aún guardo un as, por eso no me quejo, todo puede componerse



7.- El as, que tan celosamente guardé, no es otra cosa que un comodín con sonrisa sardónica. Me mira de reojo, ríe, ríe, ríe… no me engaña, está más triste que yo. La luz del número telefónico se va apagando poco a poco, como cerillo bajo goterones de esta lluvia densa



8.- Detesto los presagios. Entro a un cine de media noche. El empleado no me puede atender por un súbito ataque de risa, se disculpa conmigo, yo le digo que no pida perdón si no todo lo contrario. Es una carcajada maravillosa, vital, muy necesaria. Ya no es válida a esta hora, no para mí, traigo el alma cansada de tanta lluvia oscura



9.- Película tristísima que merece capítulo aparte, dos imágenes que se han quedado dando vueltas en mi cabeza, los engranes no paran de funcionar, por eso voy perdido, por eso no dormiré, por eso escribo esto, por eso sigo rumiando los malos designios




“La culpa es sólo mía.
He puesto la esperanza en un molino de carne,
abrí mi corazón y lo puse sobre un comal al rojo vivo.”




Marváz


enero 20, 2010

Tus lágrimas tan duras y brillantes...

Preámbulo.

El texto data de varios años atrás, recién regresaba a tratar de escribir después de diez años de revolcarme entre sueños vanos, sin poder dormir; apenas volvía a tener entre las manos la pluma y el papel. Era indignante pasar horas delante del vacío burlón del folio, pero… sería quizá el aletear suave de una musa en mi nuca, la carne blanda y cálida de una de ellas, o sencillos recuerdos de una vida anterior. No sé a ciencia cierta qué fue y sin embargo la sequía empezó a inundarse.

Gracias por las lecturas, los dejo en compañía de este relato sin foto.

Supe que habías llorado toda la noche en que no estuve contigo, tenías los ojos hinchados y por debajo de ellos se veían las manchas violáceas que da el haber dormido nada. Te abracé e intenté decir que todo estaba bien y que no había de qué preocuparse, que una plática no cambia los destinos y que una llamada que no se hace no se acumularía en ningún lado; que desaparecí… pero no de tu destino. Entonces te recosté en la cama, acaricié tu rostro, intenté besarte y volviste a sollozar; llorabas quedito pero las arcadas te delataban. Yo traté de calmarte y me diste la espalda. –Unos besos no arreglan nada-, dijiste y yo pensé que era verdad, aunque sentí que mis ganas de probar tus labios no eran queriendo hacer reparaciones, sólo era para comprobar que no estaba soñando; entonces empezaste a llorar más fuerte y a recriminarme mis actitudes y faltas. Me puse a un lado de la cama y ya no te toqué, yo hablaba en susurros tratando de explicar lo inexplicable, así pues, tú me dabas la espalda y las palabras rebotaban en tus hombros convirtiéndose en un eco que volvía hasta mí. Te adoré y te necesité en silencio, no pensé antes en lo que te dije, estabas enojada y dolida. Comprendí que la lucha perdida se convirtió en abandono; fue cuando giraste sobre tus costillas y clavaste las pupilas en mí. La escasa luz de día se ponía sobre los espejos, se arrastraba por la alfombra, escalaba dificultosamente la sobrecama, investía tu cuerpo y por último se posaba sobre tus labios, los besé y no hubo rechazo. Abriste la boca y me recibiste totalmente. Acabé con la caricia para decirte -Te amo mucho, pondré lo necesario para que las cosas entre tú y yo mejoren-. Acaricié tu espalda y descubrí algunos lunares que no conocía. Estabas bella como siempre y dispuesta para mí. Recorrí la piel sintiendo tus huesos por debajo, metí una mano por entre tu cuerpo y el colchón y sentí un objeto pequeño y duro, se me escurrió por entre los dedos e incliné tu cuerpo para buscarlo. Al tacto parecía un grano de sal, de esos grandes, seguí tanteando sobre la sábana y lo encontré. Era una piedra azul con apariencia de brillante, tenía muchos lados y la luz salía de él con gran facilidad ¿Qué hacía esa piedra ahí? Notaste mi estupor y preguntaste qué era, lo puse en la palma de mi mano para que pudieras verlo, -No sé de dónde salió-, murmuraste. Caminé hacia el baño y en el suelo había varios de ellos, los levanté tratando de indagar cómo habían llegado. Todos eran de tamaño irregular. Estaban regados por la alfombra, el piso del baño y hasta en la almohada. Ayudaste en la búsqueda y encontraste algunos otros envueltos en papel dentro de la basura, levantamos el colchón y movimos el sofá intentando encontrar otros. Ya no aparecieron.

Suspendimos la búsqueda en un abrazo profundo, yo decía en tu oído lo mucho que te amaba, apretaba tu cuerpo muy fuerte sin dejar de repetirlo una y otra vez. Reposaste la cabeza en mi pecho y asentiste levemente. Después echaste el cuerpo hacia atrás, me miraste fijo. Una lágrima salió de tu ojo, recorrió la mejilla, y cayó rebotando en el piso convertida en un pequeño diamante que cuando dejó de rodar iluminó la habitación.




Marváz





diciembre 29, 2009

Estas manos...



Trato de que al lavarme las manos, en el estanque de la luna, las caricias que tengo reservadas para ti no se vayan por el ducto del drenaje. Créeme que cuido cada detalle al tener dinero entre las manos, que hago lo imposible para que el jabón de baño no se lleve el aroma ansioso del futuro encuentro y que durante los minutos de escritura diaria el papel haga de tu piel y la tinta de mis insondables deseos. Incluso he desertado de la costumbre de saludar a la gente de mano.

Ahora resta esperar por la marea baja, la que te arrastre dócilmente a mi lado. Espero por tu cuerpo bajo la sábana, en una habitación que no sea mía, en terrenos neutrales que nos predigan un recuerdo irrevocable con capacidad de ser conjurado durante tus deserciones.

Yo te miraré en actitud meditabunda, tú extenderás los brazos para asirte de quien soy: palabras, puras y llanas palabras.



Marváz



Gracias a todos y felices fiestas: feliz vida, completita, toda.
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diciembre 21, 2009

Bucca dos


La raíz del sueño


Tratabas de ignorarme, la luz de luna te pintaba por completo, fumabas y yo me iba volviendo humo ¿Cuándo te perdí? Las palabras iban rebotando de un lado a otro de mi bóveda craneal, golpeándose cual moléculas expuestas al calor, quitándome toda capacidad de habla.

¿De qué modo interpretaría yo tu entrega? Esa exacerbada forma de ondularte sobre mí, tratando de engullirme completo, intentando sobreponer tu fuerza femenina, regalándome un sueño aceitoso en el que yo resbalaba cada que quería ponerme en pie, ¿qué hacía yo jugando de único peón defendiendo lo perdido?

Y cuando te dije que te amaba sólo esbozaste una sonrisa cruel y algo mencionaste acerca de que jamás fumarías de mi tabaco, que el placer mejor, el tuyo, era yo como recuerdo: azul, noctámbulo, sin mucho que decir y sin estar presente.



Marváz





agosto 13, 2009

Pide por ellos...


El destello áureo evoca épocas de bronce, la suavidad es notoria sin recurrir al tacto, también hay un olor incontrolable. El pequeño paso del día le ha impreso la huella inconfundible, el perfume de la orquídea, el camino para el depredador. Hay una luz que parpadea sobre su cabeza. Ella amanece cada día con un gesto adusto pero no engaña a nadie, el tufo del deseo la delata. Parece hosca, lodo endurecido en su estado bruto, hasta su reflejo en el cristal es más suave; se vuelve distante a la luz intermitente que le brilla en los descubiertos espacios de piel. Todos la vemos. Las miradas se le prenden del cuerpo igual que besos pequeños, es una estatua recubierta de saliva fina.

La diosa tiene adeptos, le rezan lujurias susurradas, piden algún milagro.

Yo le prendo un cirio de donde penden goterones congelados. Arcaicos.

mayo 17, 2009

17 de mayo.



Agradezco cada lectura, los textos a continuación los leí en este evento, ojalá les guste. Aún no tienen nombre, se aceptan sugerencias. un abrazo y los mejores deseos.


Antonio Santos es un fenómeno. Nuestro primer encuentro fue en la preparatoria, él tenía diez años más que yo, vino desde su país a tratar de mejorar. El tipo sabía de todo. Tenía los consejos más sabios y las opiniones más acertadas; además vestía bien y se la pasaba trabajando todo el tiempo que le sobraba de la escuela. Normalmente charlaba conmigo. Era cosa común que me buscara entre clase y clase para comentar las últimas enseñanzas, lo difícil de la situación actual del país (desde entonces era difícil aún sin influenza), lo extraño de ser un colombiano y de lo estupendo que era tener un amigo inteligente en quién confiar. Yo, entonces, trabajaba por las mañanas en el negocio de mi madre, por las tardes iba a la escuela y después veía a mi novia por una o dos horas antes de volver a casa y dormir. Invariablemente venía otro día muy parecido al anterior.

Volviendo a Antonio, siempre me sorprendió su modo de vestir, a pesar de vivir solo, todo el tiempo andaba impecable: sin arruga en su ropa, sin una mancha; aunque los colores eran por demás extravagantes, digo, a mis ojos, los de los diecisiete, los maravillados de la creación de mi nuevo mundo. Él no charlaba con nadie más que conmigo, así me enteré de que extrañaba a su novio, según él: un hombrón de casi dos metros con la piel negra, los músculos de madera y con una sonrisa capaz de derretir a cualquiera. Yo no ahondaba mucho en el tema, me incomodaba enormemente el tener que discernir sobre asuntos que no entendía; quizá aún no entienda del todo. De ese modo transcurría mi vida escolar. Y todo hubiera seguido igual si el maestro de “Matemáticas Aplicadas a la Computación” no lo hubiera pretendido; primero lo invitaba a un café o a clases particulares a su casa, después el acoso era más directo, lo obligaba a ayudarle a revisar exámenes fuera del horario normal. Antonio me platicaba esto abrumado por la presión, pues en su calidad de extranjero con permiso de estudiante tenía todas las de perder. Las perdió. El profesor puso al grupo en su contra, contó las cosas exactamente al contrario de cómo venían sucediendo. Los compañeros se volvieron más agresivos con él, lo ponían en medio de un círculo y no se cansaban de proferirle los peores improperios. Yo nunca hice nada, es la verdad, nadie hubiera visto bien que yo sacara la cara por el “afeminado”, “Mari Cuqui”, “puto”, “recoge palitos”, “come con popote”, “diente fino”, “come test a” e insultos de más baja calaña que mi mediano léxico no puede transmitir. Un día dejó de ir a la escuela y yo lo olvidé pronto.

El segundo encuentro fue años después, buscando algún apunte específico de no recuerdo qué, encontré una nota de Antonio. Con su letra preciosista de escriba antiguo, había un mensaje que decía más o menos así. Muchacho: Sé que en sus finas atenciones siempre quiso defenderme de esos bárbaros, no se preocupe, usted hizo lo correcto. Siempre lo recordaré como un joven listo y de mucha valía. No se preocupe, pana. Aprecio que usted no haya hecho la menor diferencia conmigo. Le deseo un gran futuro y porvenir. Su amigo. Santos.

No pude evitar sentirme mal. Aunque hasta hoy no me quita el sueño mi cobardía, sigo pensando que no soy tan inteligente como pretendo. Cuestión de enfoques, enfoques en cuestión.




Marla y Paty salían juntas a todos lados, siempre de la mano y en contacto eterno. A pesar de ser diametralmente opuestas; una: cabello largo, rubio, lacio con piel blanquísima y la otra: morena, de cabello corto y rizado, de piel acanelada; las dos nos traían de cabeza a todos los de la esquina. Nos desvivíamos en atenciones tratando de acaparar sus preferencias, pero a todos nos dejaban con un palmo de narices al pretender que saliera Marla sin Paty o al revés. De ese modo se invitaba a una, por complemento tenía que salir con las dos. Ninguna se dejaba besar o dar abrazos prolongados y con trabajos aceptaban bailar en una fiesta, eso sí, despegaditos. Por mi suerte o insistencia o por que el dinero que me daban en casa era suficiente, con quién salían más era conmigo. A mí me gustaba mucho verlas. Ellas platicaban y reían tomadas de la mano o abrazadas, yo no dejaba de extasiarme con sus aromas, y sus labios: vibrantes, jóvenes, rojos, rojos.

La tarde de mi mal fue dentro del cine Juárez durante una función de tres, sí, tres, películas del Charro de Huentitán. Ese. Parte de un juego o perversión, me sentaron entre las dos; nunca antes había sucedido, pero esa tarde así fue; además de que me llevaban algunos añitos que a esas edades son como un siglo, yo era un tanto lerdo ¿O animal? No sé, lo que sé es que me gustaban más que las congeladas esas que ya no existen y que eran tan buenas. Apenas se apagaron las luces, las dos cruzaron sus brazos por mi espalda tocándose sus propios hombros. La sensación me hizo olvidar hasta en dónde estábamos, supongo que yo olía a miedo, así que las muy avezadas, también se tomaron de la mano quedando estás en mi regazo, sí: aquí. A mis catorce años era mi primer encuentro con el tercer tipo, oh, sí. Les cuento. Yo estaba emocionadísimo pues pensaba que a las dos les gustaba tanto que saldría con una lunes y miércoles, y con Paty, que me gustaba más, los demás días, menos domingo pues ese es muy familiar. El charrito ese, sin provocación alguna, empezó a cantar La ley del monte. La sala se iluminaba con la proyección de un ambiente campirano lleno de magueyes y más gueyes, en fin, todo luz y color. En ese ambiente, tan propicio, las dos (¡Dios!) acercaron su rostro al mío. Si alguien supone la escena, podrán contar seis labios en el mismo close up, quien no la suponga, mejor. Es muy, muy… Continúo. Mi sexto sentido me indico que sería el primer beso. Y lo fue. El primer beso que vi entre dos mujeres. Se brincaron mis labios y se dieron su amor. Yo me derretí entre sus brazos, y a pesar de ser invierno, llegué escurriéndome en estado líquido hasta la primera fila. Desde ahí, observé, cuatro horas seguidas de pendejadas en la pantalla.

No las volví a buscar. Supe que varias veces preguntaron por mí, yo me escondí. Y me escondí tan bien que aún no me encuentran y eso que yo las estoy buscando como un desesperado.

¿No andarán por aquí? No, en definitiva no, sólo tenemos ocho escuchas (incluye: técnicos de sonido).

Marváz

abril 30, 2009

Los días de llorar.



Se deletreaba: hache, e, uve, a. Veintidós inviernos. El pelo lacio, rojo, le llegaba a los hombros. Tenía la piel tersa y blanca, uniforme y cálida; los labios gruesos y vibrantes, quizá era un pequeño tic nervioso: de verdad vibraban, parecía siempre a punto de empezar una aria o soneto; la cintura frágil y los sueños prolongados.

Nos reuníamos en su cuarto los jueves a las seis de la tarde. Los jueves eran sus días de descanso y mientras ella bebía un ron barato con refresco de cola, yo tomaba un jugo con envase de cartón de una marca que ahora ya no existe en el mercado. La escuchaba pasmado. Siempre toqué aunque Heva me decía que no era necesario: Tú eres el único hombre que tiene todas mis ventanas abiertas, pasa nomás. Contaba de su papá, de mamá, del hermano manipulador. Sus historias eran tristísimas, procuraba, en tanto la escuchaba, hacer mariposas o palomas con hojas de su agenda. Luego se las daba, a veces reía al mirarlas, otras las agarraba sin prestarles ninguna atención y una lágrima pendía en sus largas pestañas. Largas y cubiertas de una espesa capa de rímel azul. Los inicios siempre eran alegres, contaba de su buena niñez y los juegos infantiles, nunca exentos de las crueldades de su hermano; ella me enseñó a odiarlo secretamente; luego contaba de su papá, de la adoración, de la admiración por él, y apenas algunas pequeñas recriminaciones por no haberlas dejado protegidas Entonces señalaba una muñeca: Es lo único que conservo de él, tenía una camisa rayada con su perfume, pero alguien me la robó de acá ¡Méndigos! Tú nunca seas ladrón porque nunca sabrás cuándo lo que robas es una ilusión. Y apretaba mi nariz con dos dedos.

Nuestro encuentro no fue casual, vivíamos en la misma vecindad. Casi ninguna mujer le hablaba, los hombres sí, siempre y cuando no fueran con su mujer, en esos casos miraban al suelo hasta que ella pasaba de largo. Heva también lo comprendía. Un veinticinco de septiembre se le rompió la bolsa y sus compras rodaron por el patio. El silencio se hizo total. Ocho hombres y dos mujeres impávidos ante ese cuadro surrealista: Heva con pantalón ajustado de licra impresa en cuadros violetas, blusa holgada negra sujeta a la cintura por un cinturón de charol amarillo, zapatos haciendo juego, y empinada tratando de cultivar del cemento jitomates, cebollas, limones y perejil. Yo lo hice sin pensar, ayudé con la colecta. Como la bolsa estaba rota tuve que entrar a poner mi cosecha sobre la mesa, directo, ante todas las miradas envidiosas. Me ofreció un refresco después de darme las gracias, salí corriendo. Los días que siguieron siempre me buscaba en mi ventana para lanzarme una mirada y besos dibujados en el viento, debo decir que todos dieron en el blanco. Semanas después del incidente ya sabía yo que debía ir a su cuarto los jueves, a las seis, entrar con cuidado por su ventana que daba al pasillo de los lavaderos sin que nadie me viera, y salir del mismo modo en que entré apenas ella quedara inconsciente, o dormida, daba igual.

Octubre tuvo cuatro días y todos jueves. La vergüenza de las primeras citas frente a ella conseguía en mí un efecto anestésico, apenas bebía de mi vaso de refresco mientras ella decía cosas de mi boca, de mis ojos, del torso ancho, del futuro en que yo me volvería un buen semental. Yo sin entender mucho dejaba que aquella pitonisa hablara del porvenir. A mediados de noviembre, con la botella de ron a la mitad, llorando suavecito, recargada en la pared dándome la espalda, habló. Soy puta cabrón, a eso me dedico, cojo por dinero. Pero cobro caro. Ando ahorrando para salirme de acá, ayudarle a mamá. Tan vieja, tan perra y tan jodida. Soy puta… pero a ti, niño bonito, te lo voy a hacer gratis, va a ser con cuidado. No me vas a olvidar nunca. Esta puta va a quererte mucho. Dijo algo más que no escuché. De un salto salí de ahí. Excitado, pero triste porque mi familia jamás la iba a aceptar.

La semana siguiente no fui y la otra tampoco.

Una tarde, tras el cristal de su puerta había un letrero carmín: Los jueves no son eternos. Comprendí todo y muy apenado regresé a la hora de siempre al deporte favorito de Salto por la ventana. Ella estaba ahí. Esgrimió disculpas con lágrimas trémulas apenas contenidas, descubrí que el culpable de la situación era yo, la abracé y… por primera vez nos dedicamos a llorar, hasta las diez de la noche. Heva lloraba por ella misma y yo también. Acordamos que siempre la pasaríamos bien, pero el último jueves de mes íbamos a llorar hasta hartarnos.

Yo bebía un poco de refresco pero después que ella supo lo que me gustaba, puro jugo, vasos de jugo, ella agotaba las reservas nacionales de ron blanco. Los días buenos, entre trago y trago, se quitaba la blusa y desabrochaba el botón de su pantalón; recostada en un sillón o en la cama, yo dibujaba esa forma caprichosa que hacen la parte baja de los senos y la línea superior del resorte del calzón, digamos un corsé de piel. Suave, caliente, olorosa piel. Ella, borrachísima, yo: haciendo malabares para no caer del delgado hilo que era esa cuerda floja de la tentación. Alguna vez la bañé y alguna otra ella a mí, pero esa es otra historia; la verdadera, la que vale, la buena, es la de Los días de llorar.

¡Qué triste estoy! Yo también. No, no me entiendes, tú estudias, estás bien chamaco, pero yo… Pero es que eres muy bonita y buena ¡Puta cabrón, puta! Es lo que soy y no se puede hacer nada más. Heva, pero sí eres bien bonita ¿No entiendes? C o j o por dinero ¡Por dinero! Bueno… no tan buena, pero bien bonita sí ¡Te quiero mucho! Pero no puedo casarme contigo porque estás bien chiquito y porque yo abro las piernas y… ¡No lo digas! No me gusta escuchar eso… no sé por qué pero lastima y cuando dices puta también siento bien feo y cuando recuerdo que todos te dicen así pues siento peor…

Decíamos esas cosas, suaves, casi murmuradas. Cuando el alcohol se iba agotando, y el jugo, la voz subía de intensidad poco a poco hasta convertirse en gritos sin sentido. Hincados frente a frente, veíamos quien gritaba más fuerte; mis ojos enrojecidos, los de ella derritiéndose en pintura azul marino profundo. Algunos sugerían que ella era bruja porque algunas noches se escuchaban alaridos, tan fuertes, que atravesaban los gruesos muros de aquella vieja vecindad. El único espíritu existente era el que resucitaba cada jueves, bajo su manto sagrado, bajo el cielo raso que siempre amenazó con aplastarnos. No recuerdo uno de Los días de llorar que no terminara con un prolongado beso en la boca y una sonrisa. Imposible explicar, intentaré. La sonrisa, antes de saltar por la ventana y después del beso, era algo cansado pues estábamos agotados de gritar, de pegar en los cojines, en el sofá, en el colchón de la cama. Una sonrisa de medio lado, cómica, ella totalmente escurrida, con los ojos hinchados; de la mía prefiero no hablar, seguramente lo haría mal pues nunca me vi. Hay una escena tangible: yo pasando de largo en el comedor familiar, murmurando apenas uno de mis frecuentes dolores de cabeza y tapándome los ojos para que nadie viera que había llorado. Los besos, los besos. Desesperados. Últimos. Primeros. Sensuales. Desesperanzados. Pastosos. Apretados. Salvajes. Afligidos. Obscenos ¿Has besado a alguien después que ambos terminaron de llorar? La saliva es dura, no exactamente saliva, es una mezcla rara de saliva y mocos, dura, pero increíblemente feliz.

En las otras tres o cuatro citas del mes, pues a veces hay meses largos, todo era color y fiesta. Tenía mucha ropa interior pero no recuerdo forma ni textura de ninguna, además de que siempre usaba algo diferente mi atención se prendaba de su cuerpo y rostro. En algunos sueños yo me derretía como jabón sobre sus hombros, resbalaba, resbalaba, hacía curvas cerradas mientras bajaba, por delante, por atrás. Serpenteando entraba en lugares profanos, navegaba por el útero (antes pasaba por otros lados, ja), alcanzaba las trompas de Falopio, las tripas y siguiendo para arriba podía aferrarme a su corazón. Despertaba rogando que fuera jueves.

Presentí que el día era bueno. El sol era grande en el cielo. Las vacaciones empezaban y durarían dos meses. Yo crecía a tramos tan grandes como mi deseo de amarla completa. El patio sin gente. Ella esperando por mí. Avancé a grandes pasos.

La ventana estaba cerrada.

Un letrero en carmín impreso en el vidrio: Los jueves no son eternos.

Heva se equivocó, sigo guardando uno por mes para llorar por ella.

México, D. F., abril del 2009.

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